3.15.2008

El cielo puede esperar (pa' la rumba, mi tumba...)


“Quiero ver amanecer, pero del otro lado ver
amanecer y que todo se quede aquí para saber
que yo sigo vivo...”

Padre Nuestro, Los Fabulosos Cadillacs.

“Suerte que tienes, colega, suerte que tienes de
estar vivo. De tener carne y sentimiento y sangre que
se te mueve por las venas, porque te hubieras
perdido de esto y ahora ya nadie te lo puede quitar.”

Arturo Pérez –Reverte.



Casi me dan matarile, y eso que de mariquita tengo lo justo. Sin embargo, siendo hija de Cocodrilo Dundee, nieta de Chanoc, ahijada de Chuck Norris y comadre de Indiana Jones; se me hace que todavía queda Venadito remolón por mucho rato.

La situación fue a saber: el 3 de Febrero, la que suscribe se encontraba concluyendo sus dos merecidas semanas de carnaval en su estancia en la bicicletera Guanatos City. Se dirigía hacia la central de autobuses, para de ahí partir hacia Chilangolandia; y era transportada por sus sempiternos cófrades Karla Cervecer y Chilango Abraham. A la altura de la calle de Alcalde, esquina con Manuel Acuña, antes de las 11 pm; le pido a Chilango Abraham que se detenga para bajarme a un cajero. Solícito, él se detiene y a su vez el Venadito cruza la calle sin tráfico, mientras el semáforo está en amarillo.

Yo sé pura chingada qué pasó. Sólo recuerdo un carro embistiéndome y yo con mi último pensamiento sublime que consistió en un: ‘ya valió puritita madre.’ La defensa del auto embistió contra mis pantorrillas del lado izquierdo, mi hombro derecho abolla feamente el cofre del carro, pego contra el parabrisas y vuelo por los aires contra el pavimento, pegándome del lado derecho de la cabeza. No pasan ni diez segundos cuando mi reacción es levantarme y correr a la banqueta, no sea que el auto ahora sí me apachurre. Al momento de levantarme, alcanzo a ver el chingadazo impreso con alguna parte de mi cuerpo en el cofre del carro, y al conductor vuelto en pánico (Nota aclaratoria: la trayectoria posible del impacto y de mi cuerpo fue pensada, deliberada y racionalizada mucho después. En el momento del accidente yo tuve la misma conciencia que podría tener una muñequita de trapo en el centrifugado de la lavadora). Corrí –como pude- hacia la banqueta, con el cuerpo hirviendo y llorando del miedo. Me esperaban Karla y Chilango, colapsados. Yo, entre llanto, nomás pedía que me llevaran a la central de autobuses. El conductor que me embistió se había orillado, varios curiosos se acercaban para preguntarme cómo estaba, Karla me abrazaba sistemáticamente y el Chilango se le tiraba a matar al conductor (el cual, para objeto de esta narración, lo llamaremos Alfredo Contour).

Karlita, con su sensatez característica, cachetea tres veces al Chilango y le exige que me lleve rightmotherfuckernow a la Cruz Verde. Ella se queda con Alfredo Contour y lo despoja de su cartera. Chilango y yo nos dirigíamos al hospital mientras yo no paraba de llorar. Él, al tiempo que conducía, le telefonea a Masito –mi pariente renegado-. Diez minutos antes, en la Embajada de Lost Mochis –el hogar de mi pariente y de dos artistas más, Jota Pe y Rumi- , las cosas habían ocurrido de la siguiente manera: al momento de que yo salgo con maletas todos respiran con alivio, Jota Pe apaga las luces como antro que se cierra y determina que se acabaron los folcklores y el carnaval. Pasados diez minutos, mi pariente recibe la llamada fatídica por parte del Chilango:

Chilango: ‘Wey, atropellaron a tu carnala, vamos a la Cruz Verde.’
Masito: ‘Ja, ja, ja, ya wey.’
Chilango: ‘No, neta wey, viene conmigo, vayan a la Cruz verde.’
Masito: ‘Ja, ja, ja, no ya, ¿qué pasó?’
Chilango: ‘¡Neta, cabrón, atropellaron a tu hermana!’
Masito: ‘Ja...ja...ja...’
Chilango: ‘¡¡Neta, wey, atropellaron a tu hermana!!’
Masito: ‘(...plop...)

Acto seguido, comienza la fuga en la Embajada de Lost Mochis. De algún lugar –nadie supo de dónde- se escucha la musiquita de Batman (tirirririririririririrí ¡Batman! tiririririririririrí...) y salen disparados con rumbo a la Cruz Verde: Masito, Jota Pe y Rumi. En ese ínter, Chilango y yo llegábamos a la sala de urgencias. Entro caminando y me siento a llorar en una camilla, mientras el Chilango da mis datos. Yo olvidé el nombre de la calle de la Embajada. En ese momento irrumpen en la sala de urgencias con la musiquita todavía sonando: Batman (Masito), el Guasón (Jota Pe) y Alfred (Rumi). El Chilango discretamente se sale a conmocionarse a un rincón, Masito me abraza con su sismográfico temblor esencial benigno multiplicado al cuádruple, Jota Pe hace berrinche porque no lo dejan pasar y Rumi le da palmaditas a todos. Mi pariente me lleva a que me tomen radiografías (de frente y de perfil), me devuelven a la sala de urgencias a que me inyecten en la nalga izquierda un relajante muscular, toman más datos, dan papeles de instrucciones y me mandan de vuelta a casa.

Ya estando ahí con toda la cofradía, Jota Pe me administra medicamentos, revisándome exhaustivamente desde las pupilas hasta que caminara con clase. Se vale de la ayuda de Karla para verificar que no hubiera una varilla enterrada en algún sitio de la que yo no me hubiera percatado. Menny Murga -otro personaje en la Embajada- hace su aparición con su cabello púrpura enmarañado y derrapando el taxi que lo transportaba. Todos notamos su conmoción al momento de que me abraza –puesto que repele el contacto físico y evita el roce-. Chilango nos obsequió a mí y a Karlucha con un flanecito. En ese contexto, nos pusimos a recrear la situación. El Venadito explicaba lo que se acordaba, Chilango lo que vio, Karla lo que oyó. Masito trataba de dejar de temblar mientras atendía las llamadas calamitosas de mis progenitores –mi sacrosanta madre exigió la versión de los hechos de todos los presentes, hasta de los que no estuvieron-. Jota Pe establecía mi horario de medicamentos y Rumi jugaba por ahí. Menny me dice, sabiamente, parafraseando un diálogo de la película de Fight Club: ‘Mañana por la mañana, el desayuno te va a saber mejor que ninguno en tu vida, vas a concluir todo lo que dejaste de lado...’ Yo lo interrumpí con un pucherito. Este Venadito nunca dejó de sentir que se lo pudo cargar la chingada. Y que no se lo cargó.

Después de deliberar una y otra vez sobre el modo en el que transcurrieron los hechos, después de develar placa por las quinientas representaciones del atropello –aventón, dijo Jota Pe; me estaban dando un aventón literal-, después de evaluar la gama de opciones que yo tenía pa’ agradecerle a los dioses, a la vida, a la Virgencita, a San Malverde, al Niño Fidencio y a quien se dejara, la raza se fue cansando y retirando a sus hogares para pensar en cualquier cosa menos en choques. La Embajada se organizó: me sacaron un colchón para ponerme en exhibición a media sala, Jota Pe me hizo un último chequeo, mientras yo caminaba como si acabase de parir óctuples; Menny escogía la selección de películas para no dormir mientras me velaba el sueño –más bien: mientras coordinaba que no me saliera sangre de las orejas ni que me convulsionara entre miles de alcasétzer de espumarajos-. Vimos Apocalypto. Menny me cuestionaba todo lo que yo pudiera saber en torno a los rituales mayas y Jota Pe me preguntaba las tablas de multiplicar. Desperté a la mañana siguiente y lo primero que pensé fue: ‘no me morí y estoy viva.’

Masito y Jota Pe me llevaron de nuevo al hospital, de donde me regresaron quesque porque ni me había convulsionado ni me había salido sangre por los ojos. Me dejaron tranquilita en la Embajada, y se va toda la cofradía –Karla, Jota Pe, Masito y Chilango- a arreglar cuentas con mi atropellador. Habían establecido cita previa con él y se comprometió a cubrir mis gastos médicos. Dicen que Alfredo Contour se hallaba realmente asustado –no se supo si más por mí que por el carro, o viceversa- y todos pudieron contemplar en vivo y a todo color el chingadazo que ostentaba el cofre del auto. Mientras tanto, el Venadito se sirvió un thé en una tazota con vacas pintadas y se salió a la banqueta a tomárselo. Me dolía todo el cuerpo, pero me senté en el piso a ver los cables de luz, a los perros en la calle, a los niños con mamás y con mochilas. El mundo se veía realmente bonito.

Nos fuimos todos al centro a desayunar tacos de canasta. Tomé dos de chicharrón, uno de papa y otro de adobada. Menny y Tyler Durden tuvieron razón: fue el mejor desayuno de mi vida. No era negocio morirse en domingo, cuantimenos la noche del domingo.

¿Qué me pasó? Dos moretes en las pantorrillas, un morete grandote en el hombro derecho, uno en la pelvis derecha y el codo, un golpe en la cabeza del lado derecho.
¿Qué me pudo haber pasado? Uta, ni escribir. Huesos rotos (uno o más), cadera y/o cuello y/o columna dislocada, raspones, daño en la cara (¡y de eso vivo!), fractura de cráneo, quedarme paralítica, perder los recuerdos o la memoria, o ya de plano, morirme.

El Venadito no halla si catalogar el suceso como un portento o como un milagro. No importa. Importan (ahora más que nunca) quienes quiero y me quieren, mi posgrado, mi rumba, el solecito por la mañana, el prender recuerdos e írmelos fumando, el pozole de la cena, el azuquítar pa’l café con caracoles, mi escapulario en la mano, las velas que prendo en la noche, mis huesos tronadores y completitos, la playa que siempre me espera, mis dos faros que siempre alumbran, las cervezas con cumbia, las letras propias y ajenas, el poder escuchar. El tener cuello para mis collares y el mezcal, pies para mis botas y el reggaeton, boquita de volcán con granadas maduras y lengua deslenguada de perico de arrabal, manos huesudas con uñitas rojas de la Catrina que no me llevó, columna de ceiba que sostiene una espalda tatuada de cruces, las alitas de mis tobillos, piernas para los vendavales que provoca mi falda, dientes para voltearme de la risa y ojitos de candela para que se me arrasen a cada rato, cadera traquetera de viborita de madera, oídos para los tambores y palpitares, brazos para derretir y memoria para compartir. Y la bendición de tener siempre a quién abrazar.

No queda más que agradecer, querer, hacer las cosas lo más decentemente que se pueda y darme cuenta de que todavía me di el lujo de caerme con unos rones encima y hacerme un raspón. Perderle el miedo a los motores, reconciliarme con lo reconciliable (y con lo que no, pues no). Recordarme mi casi ningún derecho de sentirme sola, deprimida o con la bandera a media asta. Con una chingada, y así lo ha dicho el Venadito: si el cofre de un carro pasándose el semáforo con la luz en amarillo no pudo con esta furia tropical, entonces a ver qué sí. El Venadito se transmutó en Venadito Wolverine.
La muerte es celosa y es mujer, y se encapricha con los que no debe ¿Pa' qué chingados quiere otra pinche huesuda, protagonista, caprichosa y asesina? Por eso todavía no me quiere a mí.