12.02.2006

Crónicas de mujeres que nunca seré...




Siempre creí que los narcocorridos mejicanos eran sólo canciones, y que El conde de Montecristo era sólo una novela. Se lo comenté a Teresa Mendoza el último día, cuando accedió a recibirme rodeada de guardaespaldas y policías en la casa donde se alojaba en la colonia Chapultepec, Culiacán, estado de Sinaloa. Mencioné a Edmundo Dantés, preguntándole si había leído el libro, y ella me dirigió una mirada silenciosa, tan larga que temí que nuestra conversación acabara allí. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales, y no sé si fue una sombra de la luz gris de afuera o una sonrisa absorta lo que dibujó en su boca un trazo extraño y cruel. –No leo libros –dijo. Supe que mentía, como sin duda había hecho infinidad de veces en los últimos doce años. Pero no quise parecer inoportuno, de modo que cambié de tema. Su largo camino de ida y vuelta contenía episodios que me interesaban mucho más que las lecturas de la mujer que al fin tenía frente a mí, tras haber seguido sus huellas por tres continentes durante los últimos ocho meses. Decir que estaba decepcionado sería inexacto. La realidad suele quedar por debajo de las leyendas; pero, en mi oficio, la palabra decepción siempre es relativa: realidad y leyenda son simple material de trabajo. El problema reside en que resulta imposible vivir durante semanas y meses obsesionado técnicamente con alguien sin hacerte una idea propia, definida y por supuesto inexacta, del sujeto en cuestión. Una idea que se instala en tu cabeza con tanta fuerza y verosimilitud que luego resulta difícil, y hasta innecesario, alterarla en lo básico. Además, los escritores tenemos el privilegio de que quienes nos leen asuman con sorprendente facilidad nuestro punto de vista. Por eso aquella mañana de lluvia, en Culiacán, yo sabía que la mujer que estaba delante de mí ya nunca sería la verdadera Teresa Mendoza, sino otra que la suplantaba, en parte creada por mí: aquella cuya historia había reconstruido tras rescatarla pieza a pieza, incompleta y contradictoria, de entre quienes la conocieron, odiaron o quisieron. –¿Por qué está aquí? –preguntó. –Me falta un episodio de su vida. El más importante. –Vaya. Un episodio, dice. –Eso es. Había tomado un paquete de Faros de la mesa y le aplicaba a un cigarrillo la llama de un encendedor de plástico, barato, tras hacer un gesto para detener al hombre sentado al otro extremo de la habitación, que se incorporaba solícito con la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta: un tipo maduro, ancho, más bien gordo, pelo muy negro y frondoso mostacho mejicano. –¿El más importante? Puso el tabaco y el encendedor sobre la mesa, en perfecta simetría, sin ofrecerme. Lo que me dio igual, porque no fumo. Allí había otros dos paquetes más, un cenicero y una pistola. –Debe de serlo de veras –añadió–, si hoy se atreve a venir aquí. Miré la pistola. Una Sig Sauer. Suiza. Quince balas del 9 parabellum por cargador, al tresbolillo. Y tres cargadores llenos. Las puntas doradas de los proyectiles eran gruesas como bellotas. –Sí –respondí con suavidad–. Hace doce años. Sinaloa. Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de mí, pues en su mundo eso podía conseguirse con dinero. Y además, tres semanas antes le había hecho llegar una copia de mi texto inacabado. Era el cebo. La carta de presentación para completarlo todo. –¿Por qué habría de contárselo? –Porque me he tomado mucho trabajo en usted. Estuvo mirándome entre el humo del cigarrillo, un poco entornados los ojos, como las máscaras indias del Templo Mayor. Después se levantó y fue hasta el mueble bar para volver con una botella de Herradura Reposado y dos vasos pequeños y estrechos, de esos que los mejicanos llaman caballitos. Vestía un cómodo pantalón de lino oscuro, blusa negra y sandalias, y comprobé que no llevaba joyas, ni collar, ni reloj; sólo un semanario de plata en la muñeca derecha.
Otra mujer, sólo que no supe cómo poner al imagen en el medio.

Mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día. Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece muy triste que alguien no pueda tener el placer de tener una linda mascotita como un teporingo o un leopardo de las nieves, y tenga que hacercarse al frio abrazo de un tamagotchi respondon y con conplejos de rockstar, pero bueno, hay casos asi en este valle de lagrimas, hagase tu voluntad virgensita marinela.
PD: fui obligado a punta de vergazos a escribir un comentario, aunque supongo que le agarrare el gusto a las comentada. Fin